jueves, 25 de noviembre de 2010

El derechazo que originó la leyenda

El pasado 7 de noviembre se cumplieron 40 años del día en que Carlos Monzón venció en Roma por nocaut a Benvenutti, consagrándose campeón mundial mediano AMB.
Por Andrés Vázquez

 

 Ante el italiano empezó la historia de un boxeador espectacular. // CEDOC
Desmoronado, como un muñeco flexible, Nino Benvenuti aparecía como el signo de la derrota. Sin fuerza, ensangrentado, hacía denodados esfuerzos por reincorporarse, por barrer esa imagen de las cámaras fotográficas que pocos segundos después distribuirían al mundo entero la estampa de su derrota en la voz de una flamante noticia: Carlos Monzón, de Argentina, era el nuevo campeón mundial de peso mediano.
Aquel 7 de noviembre de 1970 comenzó en Roma la trayectoria más brillante del boxeo argentino. Escopeta, con una derecha larga y profunda, ponía nocaut al carismático campeón Benvenuti en el round 12º y lograba la corona que conservaría en su poder por tiempo récord: seis años y 295 días, con 14 defensas exitosas. Hoy, cuarenta años después, no hay quien lo niegue.
Ese derechazo que le abrió de par en par los portones de la trascendencia, aquel escopetazo que derribó al italiano Benvenuti, fue al fin de cuenta la síntesis del mejor Monzón: autómata en su estilo, frío, calculador y sanguinario. No lucía, tampoco convocaba en sus primeros pasos por el Luna Park. No tenía carisma, decían. “Peleaba para él, no para la gente”, solía decir Tito Lectoure, el mentor de su carrera internacional. “Y tiene el ojo del tigre para verle las flaquezas al adversario”, completaba Amílcar Brusa, el faro de carne y huesos que guió a Carlitos hacia la corona.
La chance por el título mundial la trabajó arduamente Lectoure ante Rodolfo Sambbatini, el promotor italiano que conducía la gloriosa y envidiable carrera de Benvenuti, el campeón. Nadie daba un centavo por la suerte del flaco santafesino de 28 años. Nadie de afuera, claro. Tito lo vendía como perdedor para conseguir la pelea. Y cayeron en la trampa. Aquella noche en el Palazzo Dello Sports, la corona de los medianos cambió de manos. Fue nocaut. Un nocaut para la historia. Impensadamente…
Detrás de esa corona hubo un pasado de hambre, de hambre plena, de platos vacíos que no sólo duelen en el apetito sino que queman como una brasa en el espíritu. Por eso fue rebelde, por eso quizá salió a trompearse con la vida desde que era chiquilín. Por eso, quizá, odió a la policía, se hizo pendenciero y contempló más de una vez, desde adentro, el frío de una celda. “A los 13 años ya era un hombre que venía de la niñez; por más guita que tuviera, nunca pude comprarme una adolescencia”, confesó en su libro Mi verdadera vida.
El primer capítulo de esa vida concluyó, justamente, aquella noche de Roma, cuando le consagraron por primera vez el brazo de campeón… A partir de entonces, tal vez se olvidó de todo. Sumergido en el torbellino arrollador de una cabalgata interminable de éxitos, de halagos, de homenajes, de dólares, de viajes, de hoteles elegantes, de recepciones fastuosas, de astronómicos contratos que engrosaban su cada vez más frondosa chequera, de las luces turbadoras del set cinematográfico, las portadas de revistas europeas, las aventuras galantes, amigos famosos, príncipes… ¡Siete años…! Así, siete años, en cuyo transcurso, tal vez, nunca dispuso de la minúscula tregua para reflexionar sobre su vida, mientras pegaba y seguía pegando
para mantenerse…
“La vida es una revancha hasta cierto momento, hasta que se llega… Después hay que aprender a vivirla.” Así decía ese hombre rústico de piel morena, de nariz ancha y achatada, con los ojos oscuros casi ocultos por la pronunciada prominencia de los pómulos… Es que ya no ambicionaba más la revancha. Por eso se retiró campeón, por eso no lo quiso más a ese boxeador Carlos Monzón, que dejó de existir esa misma noche en la que descendió del ring triunfante de Mónaco, en 1977, con un récord de 87 victorias –59 por nocaut–, tres derrotas, nueve empates y una sin
decisión.
Entonces se transformó en estrella de cine. Se codeó con la cima del mundo mediático, pero nada logró calmar la angustia. Monzón no supo qué hacer con su tiempo. Le llegó el destino circular de muchos boxeadores: alcohol, drogas y tragedia. En 1989 los jueces de la justicia lo condenaron a 11 años de prisión por matar a Alicia Muñiz. Cuando palpitaba la libertad, el 8 de enero de 1995, a los 52 años, murió en un accidente automovilístico.
A pesar de los contratiempos en su subsistencia, Monzón, aquella noche inmortal de Roma, ejerció la seducción de los boxeadores identificados con su rol: destruyó antes que lo destruyan y entró en la historia. No aprendió a pagar con otra moneda ni a poner la otra mejilla. Su vida estuvo siempre marcada por una rara mezcla de violencia y de afectos. Fue víctima de la principal razón de su éxito: ser un duro…

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil